En el cuarto de siglo que siguió a su independencia en 1946, Siria vivió un periodo de inestabilidad política con ocho golpes de Estado entre 1949 y 1970. El definitivo fue liderado por Háfez al Asad, un militar que gobernó durante treinta años e instauró una dinastía: cuando murió en el año 2000, le legó el poder a su hijo Bashar, que ha dirigido al país desde entonces y durante los años de guerra civil.

Aunque la idea de un espacio geográfico denominado Siria es antigua, su historia como Estado independiente y con las fronteras actuales es reciente. El territorio que hoy ocupan Siria, Líbano, Israel, Palestina y Jordania estuvo en manos de los otomanos desde el siglo XVI hasta el final de la Primera Guerra Mundial, cuando fue ocupado por franceses y británicos, que se repartieron informalmente la zona.

Tomó el control total de Siria

El reparto se hizo oficial en 1920, cuando la recién formada Sociedad de Naciones encomendó a Francia y el Reino Unido la administración temporal de estos territorios hasta que pudieran ser independientes. Francia se hizo con el control de Siria y en 1936 fijó sus fronteras actuales; la independencia llegó justo una década después, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, de los 75 años que Siria ha sido un país independiente, cincuenta los ha pasado gobernada por la familia Al Asad.

De la independencia al Baaz



El Ejército sirio se convirtió en un importante actor político desde la independencia. Los franceses habían organizado las Fuerzas Armadas siguiendo el principio de “dividir y gobernar”: para minimizar la influencia de la élite urbana, predominantemente suní, la mayoría de tropas se reclutaban en las áreas rurales y entre las distintas minorías, especialmente alauitas, drusos, kurdos y circasianos

Estas comunidades contaban con una fuerte identidad propia, y los franceses exacerbaron sus diferencias y conflictos. Y además de las diferencias etnorreligiosas, también había tensiones entre las áreas urbanas y rurales y entre las distintas ciudades. Tras su independencia, Siria era un Estado, pero no una nación. 

Veinticinco piastras sirias emitidas en 1919, cuando Siria todavía estaba bajo control francés.

La recién nacida democracia siria sufrió tres golpes de Estado militares en 1949, solo tres años después de independizarse. La derrota árabe en la guerra contra Israel de 1948 minó la moral de la población, y a finales de 1948 surgieron protestas contra un Gobierno considerado corrupto e ineficaz. El Ejecutivo recurrió al Ejército para disolver las manifestaciones, y entonces varios oficiales se dieron cuenta de la debilidad del régimen y trataron de tomar el poder. Los golpes se sucedieron en marzo, agosto y diciembre de 1949, dando lugar a un régimen militar dirigido por el general Adib Shiskali, que fue a su vez derrocado por otro golpe en 1954 tras el que volvió a haber elecciones libres.

Por si fuera poco, la turbulenta política siria de los años cincuenta y sesenta estuvo muy influida por el contexto internacional. Además de los ecos del conflicto árabe-israelí y de la Guerra Fría, Siria sufrió la injerencia de otros países árabes como Irak, Egipto, Jordania o Arabia Saudí, que apoyaron a distintas facciones sirias.

El enfrentamiento entre los distintos partidos llegó incluso a los asesinatos políticos. Consciente de la debilidad de su Gobierno, el presidente Shukri al Kuwatli solicitó a Gamal Abdel Náser, presidente de Egipto y destacado líder panarabista, una unión política entre Siria y Egipto. Los dos países se fundieron en la República Árabe Unida en 1958.


Pero el espíritu de unión no duró mucho. Los sirios habían esperado una federación, en línea con las aspiraciones del movimiento panárabe. Sin embargo, Náser trató a Siria casi como una colonia: mantuvo la capital en El Cairo, designó personalmente a los gobernadores, encarceló a opositores y prohibió los partidos políticos. Además, impuso aranceles a los productos sirios que se exportaban a Egipto, mientras que los bienes egipcios no pagaban tasas en Siria. A finales de 1959, varios oficiales sirios destinados en Egipto organizaron un comité clandestino de resistencia. Eran cercanos al partido sirio Baaz, o Partido Socialista Árabe, que abogaba por el panarabismo y simpatizaba con Náser, y entre ellos se encontraba un joven alauita, Háfez al Asad.

En los pocos años que duró la unión, Náser no fue capaz de asegurar la lealtad del Ejército sirio ni de prevenir su insurrección. A pesar del enorme aparato de inteligencia y vigilancia policial egipcio, la República Árabe Unida se disolvió en 1961 tras un nuevo golpe militar en Siria. Ese mismo año, unas nuevas elecciones inauguraron un breve periodo democrático. El Partido Baaz, muy dañado por la impopularidad de la unión con Egipto, sufrió una escisión y la marcha de algunos de sus miembros.

Paralelamente, los militares que permanecieron en el Baaz comenzaron a hacer planes a espaldas de los líderes civiles del partido y a reclutar a miembros para la organización. Durante la década y media de independencia de Siria, la debilidad del Estado y el escaso sentimiento de pertenencia a la nación habían favorecido la aparición de camarillas leales a un líder y no al país.

Estas camarillas solían estar integradas por miembros de la misma comunidad, no tanto porque estuvieran formadas según líneas sectarias, sino porque cada jefe reclutaba seguidores donde podía. Los militares baazistas siguieron esa costumbre y aumentaron las bases del partido reclutando a subordinados y familiares. Dos años después de la disolución de la unión con Egipto, en 1963, los oficiales militares del Baaz dieron un nuevo un golpe de Estado y se hicieron con el control del país.

Del gobierno civil baazista al golpe de 1970

El Baaz sirio estaba dividido formalmente entre un comité nacional y un comité regional. Teóricamente, el nacional se encargaba de los asuntos panárabes, o de la nación árabe, y estaba integrado por intelectuales de clase media, incluyendo a los fundadores del partido. El regional, por su parte, se encargaba de lo relativo al Estado sirio y estaba dominado por militares. Aunque la mayoría de puestos civiles del Gobierno del Baaz estaban ocupados por miembros del comité nacional, la última palabra la tenían los oficiales del comité regional.

Con el tiempo, las diferencias entre los dos comités se hicieron irreconciliables. Además de proceder de distintas comunidades etnorreligiosas y clases sociales, la división ideológica era importante. El comité nacional era más precavido y defendía una transformación lenta de la economía, mientras que el regional defendía una política más intervencionista y radical. Finalmente, los militares del comité regional organizaron un golpe en febrero de 1966 y sometieron al comité nacional. Era el séptimo golpe en los veinte años de independencia del país.

El nuevo Gobierno, del que recelaban las clases medias urbanas, trató de ganar apoyos en las áreas rurales y ciudades pequeñas mediante proyectos de modernización que incluían la construcción de carreteras, escuelas y hospitales, tendido eléctrico y otras infraestructuras. Ya desde el golpe de 1963, el Baaz había puesto en marcha reformas agrarias y nacionalización de industrias estratégicas.

Este programa fue acompañado por un discurso progresista y emancipador, e inauguró una etapa de movilidad social que dio oportunidades a las clases desfavorecidas, aunque las redes clientelares y las afinidades etnorreligiosas siguieron jugando un papel importante.

Logo de la rama siria del Partido Baaz. Fuente: Wikipedia

A nivel programático, el Baaz era un partido panarabista y secular, y la discriminación sectaria no tenía espacio en su retórica. No obstante, la mayoría de los nuevos miembros eran reclutados en las comunidades de origen de los oficiales, que eran principalmente alauitas y drusos y que tejían sus propias redes clientelares.

Si durante el periodo de control francés el Ejército sirio había estado principalmente integrado por minorías etnorreligiosas, la situación no había cambiado mucho tras la independencia: aunque los oficiales suníes y procedentes de las ciudades habían aumentado, la mayoría del Ejército seguía viniendo de las zonas rurales y de las minorías.

A medida que se sucedían los golpes de Estado, los distintos Gobiernos militares habían ido destituyendo o eliminando a los oficiales no afines. El nuevo régimen también había hecho purgas, y la mayoría de sus víctimas eran suníes y de origen urbano. Cuando un comandante druso intentó dar un nuevo golpe en septiembre de 1966, la mayoría de sus correligionarios fueran purgados, de modo que casi todos los militares de alto rango que quedaban eran alauitas. Todavía hoy, los alauitas, que suponen un 15% de la población, están sobrerrepresentados en los altos mandos militares en comparación con su peso demográfico.

No obstante, la lucha por el poder no había terminado. La estrepitosa derrota del Ejército sirio en la guerra de los Seis Días contra Israel en 1967, en la que los israelíes conquistaron los Altos del Golán sirios —que todavía conservan—, exacerbó las diferencias entre Salá Yadid, el hombre fuerte del régimen, y el ministro de Defensa, Háfez al Asad. Ambos eran militares alauitas, pero sus visiones políticas eran antagónicas: Yadid, muy influido por la retórica revolucionaria de la Guerra Fría, apostaba por una nueva movilización popular contra Israel. Al Asad, consciente de las debilidades militares sirias, era más pragmático y menos ambicioso. En los tres años posteriores a la derrota contra Israel, Al Asad ganó apoyos y aisló hábilmente a Yadid, y en noviembre de 1970 tomó el poder en el que sería el octavo y último pronunciamiento militar exitoso en la Siria independiente hasta hoy.

La consolidación del régimen de Al Asad

Una vez en el poder, Háfez al Asad intentó evitar que se produjeran nuevos golpes de Estado; no en vano, él había participado en los tres últimos. Su estrategia pasaba por centralizar el poder mientras aumentaba la base social del régimen. Purgó las fuerzas de seguridad y se aseguró de que las unidades más importantes estuvieran al mando de personas cercanas, lo que hizo que el Ejército y la policía pasaran a estar dominados por alauitas leales procedentes de Latakia, la región de origen de Al Asad.

Consciente de la desconfianza de las demás comunidades, Al Asad también trató de disipar los recelos de la mayoría suní cooptando a sus líderes religiosos, que recibieron prebendas y privilegios, y a través de una política simbólica. Además de nombrar primeros ministros suníes, Al Asad construyó mezquitas y empezó a asistir al rezo público de los viernes en un esfuerzo por dejar de ser percibido como un líder exclusivamente alauita. Y en un gesto conciliador con los islamistas, la Constitución de 1973 estableció que el presidente de la República debía ser musulmán y que el islam sería una de las fuentes del derecho.

Las medidas económicas fueron más efectivas que las religiosas para aumentar los apoyos del régimen. Al Asad revirtió las nacionalizaciones de los anteriores Gobiernos del Baaz, con lo que se reconcilió con los grandes empresarios de las grandes ciudades. La liberalización económica atrajo también inversión extranjera, principalmente de Arabia Saudí, lo que aumentó la riqueza del país. Al mismo tiempo, el nuevo régimen favoreció cierta apertura política, al menos nominalmente

Aunque Al Asad y su familia tenían el dominio indiscutible del Estado, se toleraba a los comunistas y otros grupos siempre que se integraran en el Frente Nacional Progresista, una alianza de organizaciones que funcionaba y sigue funcionando oficiosamente como partido único.

La relativa estabilidad alcanzada por Al Asad en sus primeros años le permitió adoptar una política exterior ambiciosa. La retórica oficial continuaba apostando por la solidaridad panarabista, y en 1973 Siria, Egipto y otros países árabes se coordinaron para atacar Israel en la guerra del Yom Kipur.

La campaña fue vendida como un éxito por la propaganda siria, aunque militarmente no obtuvieron ninguna ventaja significativa. Sin embargo, el aumento de los precios del petróleo promovido por los productores árabes como represalia por el apoyo occidental a Israel tuvo un efecto positivo en la economía siria, que vio cómo aumentaban las remesas de sus emigrantes y la inversión de las monarquías petroleras.

Al Asad  durante la guerra de 1973

Al Asad disfrutó de un considerable apoyo durante sus primeros años. El régimen gozaba de popularidad en Damasco y entre la población de las zonas rurales y las pequeñas ciudades que se había beneficiado de la política modernizadora del Baaz. No obstante, seguían existiendo las redes clientelares, que dieron paso a corrupción y al tráfico de influencias. A consecuencia de ello, el descontento caló entre las personas sin contactos y las clases medias y altas de las ciudades del norte del país, que habían gozado de preponderancia económica durante los años coloniales y la primera independencia y que se veían marginadas por las nacionalizaciones y reformas agrarias del Baaz.

Estatua conmemorativa y cartel dedicados a Háfez en Alepo, en una foto tomada en 2001.

El primer desafío serio a la hegemonía asadista no llegó hasta 1976, cuando Siria intervino en la guerra civil libanesa para apoyar a los cristianos maronitas contra las milicias palestinas. Aunque este movimiento parecía contradecir su apoyo a la causa palestina, Al Asad pretendía evitar que Israel ganara influencia en la política libanesa. Pero muchos sirios no compartían el pragmatismo de su presidente, y las protestas estallaron en el norte del país. Los muyahidín, una facción violenta de los Hermanos Musulmanes, comenzó a atentar contra funcionarios y representantes del Gobierno y el Baaz y a lanzar una retórica contraria a los alauitas con el objetivo de aumentar la polarización social.

El punto de inflexión fue la masacre de los cadetes de Alepo en 1979, en la que fueron asesinados varias decenas de cadetes alauitas a manos de un oficial próximo a la hermandad islamista. El régimen descubrió horrorizado que los muyahidín se habían infiltrado incluso entre los militares miembros del Baaz. La respuesta de Al Asad fue doble.

Por un lado, trató de reducir el riesgo de un conflicto sectario haciendo guiños a los conservadores suníes en sus discursos y enfatizando la unidad de los sirios y los árabes. Por otro, las fuerzas de seguridad, lideradas por Rifat al Asad, hermano de Háfez, iniciaron una campaña de represalia en el norte del país, especialmente tras un atentado fallido contra el presidente. La escalada de violencia culminó con la revuelta de Hama de 1982, una insurrección armada organizada por los Hermanos Musulmanes y reprimida a sangre y fuego por el régimen. La estrategia de represión seguida por el Gobierno en 1982 tendría sus ecos en la guerra civil iniciada en 2011.

Reprimida la revuelta, Al Asad tuvo que hacer frente a la oposición en el seno del régimen. Aprovechando la convalecencia del presidente sirio tras un ataque al corazón a finales de 1983, Rifat trató de hacerse con el poder. No obstante, Háfez consiguió abortar el golpe, humilló a su hermano, que tuvo que exiliarse, y volvió a purgar a los disidentes. Durante los años anteriores, en pleno desafío islamista, Al Asad ya había suprimido las voces críticas en sindicatos y asociaciones, de modo que en 1985 su control sobre el Estado era más firme que nunca.

Estabilidad y sucesión

Los últimos quince años de la vida de Háfez al Asad fueron de estabilidad. A nivel simbólico, el idealismo panarabista del primer Baaz fue sustituido progresivamente por el culto a la personalidad del líder sirio. Las estatuas, carteles y monumentos conmemorativos a Háfez se multiplicaron por todo el país, tal y como sucedía en Irak con Sadam Huseín o en Jordania y Marruecos con sus reyes. El régimen sirio trató de acelerar la construcción nacional a través de la veneración a un líder que actúa de padre de la patria, asociando la idea de Siria a Háfez.

En el plano económico, la década de los noventa representó una transición entre una economía con gran peso del Estado ―la Constitución de 1973 establece que Siria es una economía planificada― hacia una liberalización y privatización de las industrias y empresas estratégicas. Al Asad esperaba asegurar la inversión extranjera y que las remesas de los emigrantes fueran invertidas en Siria, y en cierto modo lo consiguió. El nivel de vida del país aumentó, aunque a costa de un aumento de la corrupción: muchas de las empresas estatales que fueron privatizadas acabaron en manos de particulares próximos al núcleo del régimen.

Diplomáticamente, Siria se convirtió en un actor muy importante en Líbano, a la vez que la oposición de Al Asad a Sadam Huseín durante la guerra del Golfo (1990-1991) le permitió reconciliase un tanto con los países árabes del Golfo, que vieron con malos ojos el apoyo de Siria a Irán en la guerra entre Irán e Irak (1980-88). Si unas décadas atrás Siria había sido un escenario en el juego de potencias, durante los ochenta y noventa se convirtió en un país influyente a nivel internacional. 

En sus últimos años de vida, Háfez preparó su sucesión. A pesar de que nominalmente hubiera elecciones y referéndums presidenciales, el dominio autoritario de los Al Asad nunca estuvo en duda. El principal candidato para suceder a Háfez era su hijo mayor, Bassel, un militar de alto rango y capitán olímpico que solía aparecer junto a su padre. No obstante, Bassel murió en un accidente de tráfico en 1994 y se escogió como sustituto a su hermano menor, Bashar, que había estudiado oftalmología y hasta entonces vivía en Londres. Bashar sucedió a su padre tras la muerte de Háfez en junio de 2000.

Durante treinta años, Háfez al Asad construyó y mantuvo un régimen estable en Siria gracias a una hábil combinación de vigilancia, represión y políticas sociales. Sin embargo, las grietas y contradicciones de la Siria asadista, que su hijo heredó, se hicieron evidentes en 2011, cuando las revueltas árabes dieron paso a la sangrienta guerra civil siria.