La política de seguridad pública en Bolivia ha perdido el rumbo, extraviándose en el laberinto de la politización y la polarización extremas.

Los pactos políticos que operan bajo la lógica electoral-clientelar del MAS, para consolidar y mantener su proyecto de poder hegemónico, están cobrando la factura al Gobierno. Actualmente, extensas zonas del país se encuentran gobernadas por sectores estrechamente relacionados con la delincuencia organizada.

Muchos sectores informales vinculados a las economías ilícitas, operan en territorios donde el Estado es débil o directamente está ausente, consolidando así territorios donde “otras” soberanías se imponen por sobre las instituciones formales y las normas legales del Estado. La gobernanza criminal se alimenta de la corrupción, la permisividad y la improvisación en la política de seguridad.

La regulación del orden social implica tener normas e instituciones formales que sean cumplidas por todos los ciudadanos, por igual, en un contexto donde el Estado posee el monopolio legal de la violencia. No obstante, en contextos de polarización político-social y de debilitamiento estatal, se imponen formas de gobernanza criminal en el territorio, generando instituciones informales que reemplazan, complementan o compiten con el Estado en la distribución de bienes públicos y gestión de la violencia. En este entendido, diversos sectores ligados a las rentas que generan las economías ilícitas se han apoderado en diferentes grados de esta distribución en algunos territorios del país.

Algunos ejemplos saltan a la vista: La minería descontrolada en Mapiri, al norte del departamento de La Paz, el contrabando de vehículos “chutos” y mercancías en la frontera con Chile, especialmente en Colchane y otros pasos fronterizos ilegales, el narcotráfico en el Chapare con nexos en Yapacaní y algunas regiones del Beni, y grupos armados ligados al tráfico de tierras en Santa Cruz.

Esos son territorios donde la tolerancia al crimen y la debilidad estatal han generado un caldo de cultivo ideal para la expansión de grupos extralegales y paramilitares.

A eso se suma la actual crisis policial profundizada por los sucesos en torno a las elecciones fallidas del 2019, donde la Policía fue un actor clave en la renuncia de Evo Morales. El control de la institución policial por el poder político es un arma de doble filo, ya que prioriza mecanismos de lealtad política por sobre reformas policiales que de manera integral puedan resolver las grandes carencias institucionales de la Policía Boliviana. Lo mismo sucede con la crisis del sistema de justicia, que no encuentra una ruta crítica a pesar de los grandes discursos políticos y la llamada de atención de organismos internacionales.

La expansión de una cultura criminal y la presencia activa y expansiva de grupos que le disputan el monopolio de violencia al Estado son un problema de seguridad pública de primer orden.

Reducir o ignorar este hecho es meternos a todos y todas las bolivianas en un camino sin retorno con consecuencias dolorosas. Los casos de Haití y Venezuela, por dar un ejemplo en la región, demuestran que la historia es implacable con aquellos que han convivido con el crimen por razones políticas.

CCB