Sus seguidores se identifican con ellos porque los expresan. En ellos se reflejan sus anhelos, sus odios, sus costumbres y su forma de ver la vida. Si estuvieran en el poder harían lo mismo que ellos.
El poder, y este es un asunto de interés para la psicología social, vuelve aceptable el crimen. Al que mucha gente ve como un hecho necesario, es decir, como un producto natural del ejercicio del poder (“En arca abierta, el justo peca.”), y, también, como una infracción de escasa importancia frente a la magnitud o trascendencia de la obra pública realizada, que, en no pocas ocasiones, es un elefante blanco.
El que tiene poder, se admite, tiene el derecho a actuar mal. Quien lo ha alcanzado puede saltarse las reglas que se aplican a la gente común. Si no lo hiciera, sería igual a todos, y ¿cómo puede ser respetable alguien semejante a cualquier ciudadano de a pie?
El poderoso, por fuerza, es distinto. Y debe demostrarlo haciendo aquello que a los demás no les está permitido. En caso contrario de poco serviría el poder.
Los políticos criminales administran el dinero público. Y como a ese dinero nunca lo vemos de cerca, no nos duele su malgasto; no lo sentimos. Mil quinientos millones de dólares derrochados en levantar una refinería inexistente no significan nada frente a un celular que algún arranchador nos arrebata en la calle. Lo público no vale nada frente a lo privado porque es pura abstracción.
Al arranchador que, obviamente, carece del poder de los políticos criminales, la Policía no lo escoltará hacia su casa luego de salir de la cárcel, como sí lo hizo con Jorge Glas: el político que robó millones y, por eso, se ganó el derecho a ir en caravana motorizada de Latacunga a Guayaquil y a dar un discurso en un coliseo ante cientos de sus seguidores.
Cuando un arranchador es atrapado, pierde todos los derechos y deja de ser persona. Entonces, cualquiera de los que aplaudieron a Glas se sentirá autorizado para asestarle una patada, un puñete, un palazo y dejarlo tirado, sangrante, en la vereda.
No se tolera el crimen de poca monta, pero se justifica el crimen de cuello blanco. Y cuando el político criminal es juzgado y encerrado, se dice que es víctima de una persecución política.
Hay políticos como Jorge Guamán, prefecto de Cotopaxi, Cinthya Viteri, alcaldesa de Guayaquil, Paola Pabón, prefecta de Pichincha (amnistiada por la Asamblea), Jorge Yunda, exalcalde de Quito, que, pese a las graves acusaciones que existen en su contra, han expresado su voluntad de participar como candidatos en las próximas elecciones.
Ellos son poderosos. Y, si participan, obtendrán unos cuantos miles de votos, que a alguno de ellos le permitiría alcanzar el puesto que ansía. Hay, no cabe duda, gente que los respeta.
CCB